A principios del siglo XIX, las posibilidades naturales brindadas por la bahía Blanca facilitaron que con el tiempo florecieran numerosos emprendimientos. Las primeras explotaciones comerciales datarían del período virreinal al ser explorada por cazadores furtivos, que gracias a sus habilidades marítimas, lograban ingresar con sus buques por los difíciles canales y dedicarse a la caza de lobos marinos. Uno de los navegantes más conocidos de las primeras décadas del siglo XIX fue Enrique Libanus Jones, quien poseía un gran conocimiento de las costas patagónicas y había logrado instalar, entre la bahía Blanca y la bahía San Blas, varios establecimientos especializados en la elaboración de aceite de focas y lobos marinos.
La ocupación de las islas fue otro de los factores de aprovechamiento de los recursos brindados por la ría, generadoras de diversos emprendimientos, a pesar de sus agrestes características. Fue el caso de la explotación de chañares y piquillines que poblaban las islas y constituían una fuente de energía barata y abundante para aquellas embarcaciones que merodeaban la zona, actividad regulada por el Estado, imponiendo el abono del 10 % de las ganancias obtenidas.
Desde principios de siglo XX fueron empleadas como estancias, las que cambiaron su ecosistema original con la introducción de ovejas, chivos, vacas y caballos. Existen datos de un norteamericano llamado Joseph Arnold, que junto a sus dos hijos y un peón, Vicente Auxilio, se aventuraron en la exploración de la isla Verde con la cría del ganado ovino. Ello tuvo como resultado la instalación de una estancia con 5000 ovejas, por el año 1852. Una antigua pobladora de Punta Alta, doña Vicenta De Lose de Nardini, en un artículo publicado en el periódico El Regional del 20 de enero de 1949, recuerda que a pocos años de instalarse en estos lares, le llamó mucho la atención que durante dos meses se realizó un desembarco de doce mil ovejas, traídas de la isla Bermejo y Trinidad por los señores Tomás Solari y su yerno llamado Anastasio.[1]
Los primeros pobladores blancos estables en lo que actualmente es la ciudad de Punta Alta y Base Naval Puerto Belgrano fueron Manuel Leyba (según la grafía de la época) y su esposa, Felipa Araque. Leyba, militar destinado hacia 1839 en el Fortín Colorado, posteriormente pasó a revistar en la Fortaleza Protectora Argentina con el grado de teniente coronel graduado- Cumplió funciones de “Comandante Interino”, en 1852.
Al finalizar sus servicios, Leyba pidió la baja y tomó posesión de un campo situado “…al Sud del Pueblo”, para comenzar a desempeñar tareas rurales. De esta manera la familia construyó un rancho de chorizo y adquirió ganado vacuno. Sus tierras fueron conocidas con el nombre de “el jagüel de Leyba”, debido a los jagüeles o aguadas que poseían.
Doña Felipa, al enviudar, decidió instalar una pulpería (lo que denota el movimiento poblacional de la zona), aunque tuvo que abandonar momentáneamente el lugar alguna que otra vez a causa de las vicisitudes propias de la vida de frontera, amenazada con saqueos y malones.
Por razones económicas se vio en la necesidad de vender su campo, que según la legislación de tierras vigente era “una suerte de estancia”. Solicitó al gobierno que practicara la mensura y posterior y escrituración. El 22 de febrero de 1866, se autorizó al agrimensor Christian Heusser de Bahía Blanca a realizar la mensura del campo, lo que se hizo el 5 de mayo de ese mismo año. Es interesante leer la referida mensura, pues Heusser hizo consignar detalladamente los nombres de los propietarios de los campos vecinos:
“[…]Dicho terreno linda al Nordeste con los terrenos de Don Juan Arce, de Don Manuel Real de Azua y de Don Luis Chantuni, al Sudeste con la suerte de Don Francisco Ancalao, al Sudoeste con la Bahía, y al Nordoeste con el terreno de Don Cornelio Galván.[…]”[2]
Un año después, doña Felipa vendió sus campos (con una superficie de más de 2300 hectáreas) a Luis Bartoli, de Buenos Aires, heredándolas luego Carlos Roque Valerio Bartoli. [3]
Como el mismo Heusser nombra en su mensura, entre los vecinos de doña Felipa se encontraba el cacique Francisco Ancalao, quien se hallaba asentado junto a su gente en lo que hoy es Ciudad Atlántida, dueño de “una suerte de estancia” y dedicado a la explotación de ganado ovino. Aquellas tierras le habían sido asignadas, según el historiador J. Guardiola Plubins, en retribución a sus servicios como Sargento Mayor de la Fuerza Auxiliar Indígena de la Fortaleza Protectora Argentina.
Otros habitantes que tradicionalmente se mencionan en los tiempos previos a la fundación del Puerto Militar son pobladores más o menos aislados, algunos asentados de manera definitiva en el lugar, al frente de algún boliche, o itinerantes, dedicados al comercio de pequeña escala. Así los recuerda José Pedro Varela, llegado a esta zona poco antes de iniciarse las obras portuarias, hacia 1896:
“[…]José Nardini, apodado “el alto” por su elevada estatura, es posible que haya venido antes del 85 (1885), juntamente con José Sardi, instalándose en los fondos del pueblo, barrio llamado en la actualidad “del castillo”. Poseía una pequeña majada de ovejas, algún equino y uno o dos vacunos.
En el centro de lo que hoy es la población existía un ranchito de hojas y yuyos, donde habitaba un tal Ángel García. Felipe Zelaye, Marcelina Cruz, Manuel Díaz, Juan Lafalle, Pedro Hilario y una señora Juana y algunos pocos más, residían también por estos lugares, dedicados a la vida rudimentaria y pastoril.
Todos estos pobladores se encontraban ubicados a distancias que variaban entre una legua o dos y en un contorno de cuatro leguas. […]
Tan escasos pobladores, tenían los infaltables boliches, uno del vasco Istueta “el piojo”, situado en las inmediaciones de los Ancalao y otro de un italiano, Juan Colla, “la pulga”, que abarcaba algún ramo de comestibles.
En el boliche de Istueta con frecuencia se realizaban carreras de caballos, punto de reunión de todo el contorno y motivo de sociabilidad primitiva…” [4]
Además, hubo en años anteriores a la construcción del Puerto Militar, actividades industriales. En 1891, inició sus actividades en Arroyo Pareja la empresa pesquera de Eusebio López y Cía.
Mediante la Ley 3232 del 12 de junio de 1895, se establecía: «Art- 1º- Acuérdese a los señores Eugenio Pinsolles y Cia., el derecho de establecer criadero de ostras y mejillones, en la costa de Bahía Blanca, hasta una extensión de 1.500 metros, fijada con el poder ejecutivo.» Instalada en Arroyo Pareja, constituyó una tarea ardua y costosa, ya que se debían introducir las ostras madres que servirían de semilla, e intentar su adaptación a las aguas de la bahía. Si bien los trabajos parecían dar resultados positivos, al tiempo la actividad fracasó, sin ser conocidos fehacientemente los motivos. El establecimiento que contaba, en junio de 1896, con cien mil ostras para el consumo, Las fuertes corrientes del canal o el restringido consumo, que hizo a la actividad poco rentable.
Años más tarde arribó a la zona, el vasco Don Francisco Torrontegui, nacido en la provincia de Vizcaya. En 1897, funda junto a su esposa e hijos mayores, (Aureliano y Norberto), el establecimiento La Vascongada, dedicado a la fabricación de conservas de pescado, constituyéndose en una de las primeras industrias que tuvo Punta Alta. Asentada en las cercanías de la conocida isla Cantarelli (en Arroyo Pareja), la fábrica se especializaba en la elaboración en conservas de las especies características de nuestra zona. Casi una década funcionó hasta cerrar sus puertas. El bajo consumo y la competencia de los productos extranjeros que ingresaban al país sin pagar impuesto alguno, hicieron que la actividad ya no fuera rentable.[5]
El poblamiento se aceleró de manera considerable a partir de la construcción del Puerto Militar en Punta Alta y las baterías de defensa en Punta Sin Nombre, en 1897. Uno de los primeros en llegar aquí por dicha razón fue José Varela, encargado de tender la línea telegráfica militar entre Arroyo Pareja (apostadero de la flota) y Buenos Aires, en mayo de 1896, un año antes de iniciarse los estudios y trabajos preliminares del Puerto Militar.
Con él, y posteriormente, llegaron cientos de obreros provenientes de Europa y otras partes del país, atraídos por las posibilidades laborales. En su mayoría italianos, había también españoles, holandeses, franceses, alemanes y argentinos, que conformaron el núcleo de poblamiento que luego daría lugar a la ciudad de Punta Alta.
[1] Cfr. Amarfil, Romina: “Actividades económicas puntaltenses en la Ría de la bahía Blanca”, en revista El Archivo, Número 16, octubre de 2006, p. 6
[2] Dirección de Geodesia y Catastro de la Provincia de Buenos Aires; Duplicado de la diligencia de mensura Felipa Araque; agrimensor Christian Heusser; marzo de 1866.
[3] La propiedad de las tierras de Punta Alta y Puerto Belgrano, a partir de la construcción de la Base Naval y la consecuente sobrevaloración de los terrenos, generará numerosos litigios y juicios, ya sea entre particulares o con el gobierno nacional. En el caso de Bartoli, éste en 1902 entabló un juicio contra Miguel de la Barra, por la propiedad de las tierras que constituían, ya en ese entonces, el ejido del primitivo pueblo de Punta Alta. En 1904 la Justicia se expide en su favor y la viuda de Bartoli procede a la venta de los lotes edificados y sin edificar. También dona a la Municipalidad de Bahía Blanca los terrenos destinados a la plaza, iglesia y edificios públicos.
[4] Punta Alta. Ayer y Hoy. Album Revista editado con motivo del 33º aniversario de la fundación de Punta Alta. 1898-1931, Punta Alta, 1931, p. 6-7.
[5] Cfr. Amarfil, Romina: “Actividades económicas puntaltenses en la Ría de la bahía Blanca”, p. 3