Los primeros humanos en la región

 

Los primeros rastros de  presencia humana en el sur de la provincia de Buenos Aires  son de cerca de 10.000 años. Descendientes de los primeros pobladores del continente que entraron por el norte de América provenientes de Asia hace entre 13.000 y 15.000 años,  estos grupos habitaron el sistema serrano de Tandilia, Ventania  y la llanura interserrana.  Nómades, su economía era la de cazadores recolectores y estaban organizados

“en bandas autónomas compuestas por pocas decenas de individuos, en donde el poder político recae sobre un líder cuya autoridad es más consensuada que impuesta. Se trata de sociedades igualitarias, sin jerarquías marcadas, con un alto grado de solidaridad, donde los alimentos son compartidos, siguiendo reglas precisas, por todos los miembros del grupo. La economía se basa en la caza, la recolección de productos vegetales silvestres y eventualmente la pesca tanto marina como continental. Algunos cazadores-recolectores practican una horticultura a pequeña escala, pero como un complemento de la subsistencia; o sea que las actividades económicas del grupo giran alrededor de la explotación de los animales y plantas silvestres. Aunque una de las características de estos grupos es la ausencia de animales domesticados, algunas sociedades tienen perros como un ayudante en las cacerías. La forma de vida cazadora-recolectora-pescadora era la que tenían las sociedades humanas en todo el mundo, hasta que comenzó la producción de alimentos. (…)Los grupos que habitaron en las pampas mantuvieron siempre este estilo de vida cazador-recolector y, con excepción de algunas poblaciones tardías vecinas al Río de la Plata y al Paraná, nunca practicaron la agricultura ni tuvieron animales domésticos, exceptuando al perro”[1].

 

El mundo indígena del sudoeste bonaerense (siglos XVI-XIX)

 

Para la llegada de los españoles en el siglo XVI, había numerosas culturas indígenas nómades habitando la región pampeana y el norte de la Patagonia, cada una de ellas con su idioma, creencias religiosas y cultura propias. Ellas se relacionaban entre sí en función del comercio, las alianzas y los conflictos por los recursos (control de aguadas y rastrilladas, zonas de caza, etc.)

Su situación cambió bruscamente al conocer, domar y utilizar los caballos, que habían sido introducidos en la Pampa por los españoles y que se multiplicaron rápidamente a causa de un hábitat favorable. El uso del caballo permitió a los pueblos aborígenes de la llanura extender el área de caza, llevar su comercio a puntos distantes y modificar sus tácticas tradicionales de guerra.

Los cronistas del siglo XVIII y XIX dejaron sus impresiones sobre la gente que habitaba estas zonas, y  describieron sociedades a caballo, muy diferentes de las primitivas de a pie. Estos diferentes pueblos, a partir del siglo XVII, vivieron un proceso de transformación cultural y lingüístico  (llamado araucanización) al incrementarse el intercambio con los araucanos o mapuches del otro lado de la cordillera. A partir de entonces, el pueblo mapuche fue  ocupando paulatinamente y en oleadas sucesivas (algunas muy agresivas) el norte de la Patagonia y la llanura pampeana, atraídos por la riqueza de ganado vacuno y equino salvajes.

Estas sociedades de diferente origen étnico, se vinculaban a través del comercio y eran capaces de cubrir largas distancias para conseguir de los blancos yerba, tabaco, harina que cambiaban por sus ponchos, plumas, ganado y piezas de talabartería.

“Para los mapuches—que unían mucha mano de obra y tecnología eficiente —los tejidos eran uno de sus rubros más importantes de intercambio: en el siglo XVII, según el padre Rosales, alrededor de 60.000ponchos cruzaban anualmente las fronteras chilenas; a eso había que agregar cestos, fuentes de madera ,sal y ganado .En Carmen de Patagones los indígenas ofrecían caballos, vacas y ganado menor, además de tejidos .En Buenos Aires, vendían piezas de talabartería ,plumas, cueros y tejidos hechos por los mapuches o por grupos araucanizados. Justamente, en esta última localidad  era muy importante la cantidad vendida de esos textiles; aunque   faltan registros precisos, Garavaglia muestra que a principios del siglo XIX comprar a los indígenas un lote de 2.000 ponchos parecía algo normal. Estos ponchos pampas tenían trama tan apretada que no dejaban pasar el agua de lluvia y por eso, junto con los muy laboreados ponchos de Santiago del Estero, eran los más caros y apreciados entre los criollos de la época. Por su lado,en el sur, los tehuelches proveían carne de caza a los establecimientos coloniales, y cueros a los galeses de la costa atlántica y luego a los comerciantes de Punta Arenas”[2]

La frontera no era, pues, una zona de guerra permanente de los “indios” contra los “blancos”, que  quiso presentar la historiografía tradicional. Fue, antes que nada, una zona de intercambio, donde el mestizaje cultural era frecuente y no puede hablarse de grupos étnicamente puros.

“El mundo indígena de la región era étnicamente muy heterogéneo, con mapuches; grupos en distintos grados de araucanización, como los ranqueles; tehuelches aonik’enk y gunun a küna\ pampas descendientes de querandíes; pehuenches; chiquillanes y otros grupos surcuyanos. Había pueblos de raigambre cazadora-recolectora y otros de tradición agrícola, y se hablaban allí distintos idiomas, a partir de los siglos XVII y XVIII, con el mapuche como lengua franca. Pero este mosaico tendió cada vez más a imbricar sus diferentes partes. La circulación de personas muy lejos de sus sitios de origen, con mercaderías o arreos de ganado, era problemática: requería conocimiento de las rutas y ayuda de los pobladores locales (alojamiento o autorización para acampar, permiso de tránsito y de uso de aguadas, etc.). Y, si no amistad, al menos neutralidad, porque los viajeros transportaban tentadores bienes. En muchos casos, gente de distintas etnias se alió temporariamente para alguna de estas empresas (lo hacían grupos del chaco y también del sur), tanto para grandes arreos de ganado cimarrón como para ataques a estancias en tiempos de guerra. Pero en el área pampeano-patagónica se fue más allá, estableciéndose entre gente de diferentes pueblos una gran cantidad de alianzas matrimoniales —los lazos más sólidos posibles en un mundo sin Estado— que garantizaban seguridad y apoyo logístico. De ese modo fue común la aparición de grupos mixtos, cuyos integrantes podían llegar a hablar tres lenguas distintas; los parentescos saltaban las barreras culturales, a veces contrariando viejas enemistades étnicas. El fenómeno era posible, además, en función de la típica laxitud de los cacicazgos, que congregaban a la gente sólo mientras le aseguraran seguridad, bienestar y distribución de bienes. En ese esquema político, cualquiera podía abandonar su grupo e instalarse donde prefiriese, hasta entre gente de otros grupos étnicos”[3].
Dentro de esta lógica, también había conflictos armados entre los diferentes grupos por el control de recursos, entre ellos las aguadas y el ganado.

 

Grupos indígenas en Bahía Blanca: los Ancalao y los Linares  

 

Cuando el gobierno nacional impulsó, a fines del siglo XIX, la construcción del Puerto Militar, la zona de la bahía Blanca y puntualmente los campos próximos de lo que hoy es Punta Alta y Base Naval Puerto Belgrano estaban ocupados mayormente por dos grupos aborígenes, en pacífica convivencia con algunos pocos pobladores blancos .

Eran los Linares y los Ancalao, que pertenecían, según varios autores, a dos parcialidades étnicas diferentes. Los primeros eran de origen pehuenche o guenaken o mestizo, mientras que los otros eran de ascendencia boroga[4]. Los borogas, al mando del cacique Venancio Coñhuepán, habían arribado a la zona hacia 1827, acompañando al Coronel Ramón Estomba como fuerzas auxiliares en la fundación de la Fortaleza Protectora Argentina (hoy ciudad de Bahía Blanca), estableciéndose en las inmediaciones de la actual Aldea Romana, cercanías del cementerio y Arroyo Napostá.

Desde un principio, junto a los Linares, fueron considerados “indios amigos”[5], asentándose en forma permanente dentro de la línea de frontera, y auxiliando militarmente a la guarnición regular del fuerte.

La implementación de este “modus vivendi” entre blancos e indígenas se debió a varios factores. En el caso de la Fortaleza Protectora Argentina, las grandes distancias con otros centros poblados y la irregularidad en las comunicaciones y transportes, hicieron que la convivencia amistosa y el comercio con los indígenas fuese de vital importancia para el mantenimiento del fuerte. También hay que considerar las relaciones interétnicas de los indígenas, en donde los araucanos, establecidos en la zona cordillerana y precordillerana, presionaban constantemente a los grupos establecidos en la pampa argentina para que se unan a sus ataques a las estancias y fortines. Pero éstos, ubicados en territorios lindantes con la frontera, eran los más perjudicados a la hora de producirse una represalia por parte del poblador blanco, por lo que fueron proclives a establecer una relación pacífica a fin de resguardarse de los ataques de los araucanos y garantizar, a su vez, intercambios comerciales de bienes con los cristianos.

 

Francisco Ancalao

 

De esta manera, los Ancalao y los Linares, como “indios amigos” de Bahía Blanca, contribuyeron tanto en la defensa del fuerte como en las acciones punitivas, destacándose las llevadas a cabo en 1857 contra la gente de Calfucurá que, agrupada en la Confederación Indígena Pampeana, los amenazaba permanentemente. En aquella oportunidad, el general José Martínez Zapiola, Ministro de Guerra del Estado de Buenos Aires, organizó una fuerza denominada “Ejército de Operaciones del Sur”, integrado por dos divisiones. La primera correspondía al Fuerte Independencia (hoy Tandil) y la segunda a la Fortaleza Protectora Argentina, formando parte de ella el cacique Francisco Ancalao, con sus 46 guerreros.

En febrero de 1858 el ejército acampó en las nacientes del arroyo Pigüé. No lejos de allí, aguas abajo, Calfucurá alistaba sus 1500 lanzas. El combate duró dos días, y luego de una lucha cuerpo a cuerpo feroz, las fuerzas indígenas hostiles cedieron. Era la primera vez que Calfucurá era derrotado.

Su reacción ante tal humillación no se hizo esperar. En la madrugada del 9 de mayo de 1859 tres mil lanceros, bajo las órdenes de Calfucurá, Catricurá, Antemil y Cañumil, atacaron el fuerte de Bahía Blanca, irrumpiendo en un desbocado galope por las actuales calles Estomba y Zelarrayán en dirección a la plaza. Le dieron pelea los efectivos de las fuerzas auxiliares indígenas, al mando de Francisco Ancalao, junto con la Legión Militar Italiana y numerosos civiles armados. Cuando despuntó el sol ya no había vestigios de los invasores que, perseguidos por las fuerzas del fuerte, se dispersaron por el desierto. Aquel lamentable suceso se hubiese podido evitar ya que días antes Francisco Ancalao había alertado a su jefe, el Teniente Coronel Olegario Orquera, respecto de las insistentes y llamativas preguntas acerca del fuerte por parte de unos indios comerciantes provenientes de las Salinas Grandes (luigar de asiento de Calfucurá)  aunque éste no lo escuchó. No obstante, su desempeño durante la defensa del fuerte le valió el nombramiento de Sargento Mayor por el Gobierno de Buenos Aires, el 21 de enero de 1860.

Diez años después, nuevamente las huestes de Calfucurá atacaron Bahía Blanca, arriando, a fines de agosto de 1870, unas mil cabezas de ganado que pastaban en lo que hoy es parque Patagonia y Aldea Romana. Alertados, el comandante de la guarnición Teniente Coronel José Llano junto a algunos vecinos armados y los lanceros de Francisco Ancalao, los alcanzaron a la altura de Arroyo Pareja, en las cercanías de Punta Alta, frustrando el asalto y recuperando las haciendas.

Ante el frustrado robo, Calfucurá planeó un nuevo ataque, confiándoselo a su hijo Namuncurá. Según el plan concebido, el poblado de Bahía Blanca sería saqueado por cerca de 2000 indios, guiados por el desertor Manuel Suárez. Pero a último momento, cuando la gente de Namuncurá ya orillaba el Arroyo Napostá, Suárez se arrepintió de su acción y alertó de la inminente invasión a Francisco Ancalao, quien informó rápidamente del peligro al Comandante José Llano. El clarín y los disparos de cañón llamaron a zafarrancho de combate y convencieron a Namuncurá de abortar el plan, pues el fuerte ya no iba a ser un objetivo fácil.

Francisco Ancalao, falleció en enero de 1871. En reconocimiento, sus restos fueron inhumados en el cementerio del pueblo, en tierra cristiana, ubicado en la actual plaza Pellegrini de Bahía Blanca. No obstante, el hecho provocó la reacción del cura párroco, quien exigió al Dr. Sixto Laspiur, presidente de la Municipalidad, la inmediata exhumación de los restos, que en su criterio  profanaban el  camposanto. Ante esta delicada situación, el asunto fue presentado ante el Jefe de la División Costa Sud, Teniente Coronel Domingo Viejobueno, quien dispuso que los restos permanecieran donde había sido sepultados, con los honores correspondientes a su jerarquía militar.

 

De Bahía Blanca a Punta Alta

 

Luego del fallecimiento de Francisco, la gente de Ancalao quedó al mando de Rafael, su hijo. Pocos años más permanecieron en cercanías de Bahía Blanca, ya que, según J. Guardiola Plubins, a principios de la década de 1880 fueron erradicados del ejido bahiense, alegando razones de salubridad dado el brote de tifus desatado por ese tiempo. Se establecieron, entonces, en los campos próximos a Ciudad Atlántida y Arroyo Pareja, en una “suerte de estancia” que le había sido otorgada a Francisco Ancalao en octubre de 1866. Los Linares, bajo el mando de don Fernando, hicieron lo propio en los parajes próximos a las actuales baterías de defensa.

Allí permanecieron hasta que comenzaron las obras de construcción del Puerto Militar, cuando fueron desalojados sin reparos. En 1910 Rafael Ancalao fue comunicado que, junto con su gente, debía desocupar las casi 5000 hectáreas que le pertenecían ya que el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires las había vendido a Miguel Raggio Carneiro[6]. De esta manera el día 4 de mayo de 1912 comenzó el éxodo de aquella gente, con sus familias, ganados e implementos de trabajo, rumbo al Bolsón, en la provincia de Río Negro, donde vivía Simeón Ancalao, sobrino de Rafael, quien había logrado acordar con el gobernador de aquella provincia el otorgamiento provisorio de algunas tierras donde establecerse[7] .

 

Fermín González Ancalao

 

De todas maneras, un miembro de aquel grupo permaneció en las tierras que consideraba suyas. Era Fermín González Ancalao, luego conocido simplemente como “el indio Fermín”. Había nacido en Tres Arroyos, aproximadamente en 1873, siendo hijo de Hermenegildo González y Petrona Ancalao, hija ésta de Francisco Ancalao y hermana de Rafael.

Muy probablemente, en 1900 o antes Fermín ocupó las tierras que hoy conocemos como “isla Cantarelli”, hasta que en 1916 comenzó a trabajar en la Base Naval como obrero de la División Talleres y se mudó al pueblo. Dejó como encargado de sus posesiones a un tal Viola, quien permaneció allí hasta 1938, cuando fue desalojado por una orden judicial al haber sido vendidas dichas tierras a Marcio Canarelli alrededor del año 1926.

Desde entonces Fermín trató de reconquistar por todos los medios sus propiedades dirigiéndose por carta hasta al mismo Presidente de la Nación General Edelmiro Farrel. Entre otros documentos que poseía para acreditar su posesión se hallaba una carta del ingeniero A. Nieburth, de la empresa Diks, Dates & Van Hattem, constructora del Puerto Militar, quien había tenido a su cargo el trazado de la línea del llamado Ferrocarril Estratégico, entre Punta Alta y las Baterías. En dicho documento, el ingeniero destacaba que durante la tarea se había valido de la ayuda voluntaria del único ocupante del campo, el indio Fermín, y que incluso había establecido un mojón para la orientación del personal a sus órdenes denominado FERMÍN, asentado con esa toponimia en los planos oficiales.

No obstante, a pesar de aquellos testimonios y documentos presentados, Fermín no logró recuperar sus posesiones[8]. Vivió su vida trabajando en los talleres de la Base Naval, hasta que en 1941 se retiró. “Soy el primer indio jubilado de la Base”, decía orgulloso Fermín, cuyo único privilegio había sido poder ingresar a caballo al complejo naval. Ya ciego y anciano, falleció el 18 de mayo de 1959.

 

Los Linares

 

Con respecto a los Linares, el otro grupo de indígenas asentado en la zona, también el progreso fue alejándolos de su natural posesión de la tierra hacia los más apartados rincones. Mariano Linares, hijo de Fernando Linares, ingresó al plantel del personal de la Comuna de Bahía Blanca en 1910, desempeñándose como sereno y cuidador de la plaza. Luego de 25 años de servicio, en marzo de 1936 se jubiló, para fallecer apenas un mes después, a los 80 años.

Fue padre de Mercedes Linares, docente recibida en la Escuela Nº 2 de Bahía Blanca. En la década de 1920, fue maestra en la Escuela Sarmiento que dirigía el dirigente socialista Ricardo Zabalza Elorga. Dedicada a la enseñanza particular, fundó uno de los primeros jardines de infantes de la ciudad.

 

Notas

 

[1] Politis, Gustavo: “Los cazadores de la llanura”, en Nueva Historia Argentina. Tomo I. Los pueblos originarios y la Conquista, Buenos Aires, Sudamericana, 2000, p. 66

[2] Palermo, Miguel Ángel: “A través de la frontera. Economía y sociedad indígenas desde el tiempo colonial hasta el siglo XIX”, en Nueva Historia Argentina. Tomo I. Los pueblos originarios y la Conquista, Buenos Aires, Sudamericana, 2000, p. 376

[3] Palermo, Miguel Ángel: “A través de la frontera. Economía y sociedad indígenas desde el tiempo colonial hasta el siglo XIX”, pp. 378-379

[4] Los borogas eran originarios del actual territorio de Chile. Entre 1818 y 1820 se ubicaron hacia el sudoeste de la provincia de Buenos Aires, desplazando a los pampas a la zona de Tapalqué, Azul, Olavarría, Sierra de la Ventana y Guaminí.

[5] Dicho concepto formaba parte de la política implementada por el gobierno provincial con respecto a la cuestión indígena por aquellos años. Se procuraba implementar el “negocio pacífico de indios”, que incluía la relación del hombre blanco con dos categorías de tribus: “aliadas” y “amigas”. Las primeras mantenían su hábitat en la campaña cumpliendo sólo un servicio de información sobre los movimientos de tribus hostiles, mientras que las segundas se establecían dentro de la línea de frontera e defendían activamente al fuerte, integrando las fuerzas militares auxiliares.

[6] La venta de las tierras a Raggio Carneiro se produjo en virtud de haber caducado la concesión y de haber fallecido Francisco Ancalao, aunque no hay que dejar de tener en cuenta la gran escalada que experimentó la valoración de las tierras a causa de la construcción del Puerto Militar.

[7] Luego también los Ancalao fueron desalojados de las tierras de Río Negro, en vista de que carecían de título de propiedad y se habían establecido gracias a una concesión verbal por parte del gobernador.

[8] En 1929 también inicia denodadas gestiones a favor del recupero de las tierras el señor Antonio López, esposo de Micaela Ancalao y yerno de Rafael. Cfr. La Nueva Comuna; 19 de julio de 1929.